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12-08-2019  |  Nacionales 412
    

Sorprende la facilidad con la que los argentinos convivimos con la miseria y la vulnerabilidad ajena



Hace meses que en la antesala político-electoral argentina la centralidad de sus debates se centrifuga en un festival de egos sin ninguna referencia principal ni programa fundamental para la población que sufre hambre.





La seguridad alimentaria existe cuando todas las personas tienen acceso en todo momento a alimentos suficientes, seguros y nutritivos para cubrir sus necesidades nutricionales para una vida sana y activa.

En el concepto de seguridad alimentaria se incluyen los medicamentos, las cobijas y los servicios esenciales imprescindibles para conservar una vida sana personal, familiar y comunitaria.

Esta impunidad del poder –tanto por recurrentes defraudaciones electorales como por omisión o incumplimiento de los deberes de funcionario público para asegurar el bien común– transforma a la consigna “Hambre y pobreza cero" en un condenable fetiche politiquero.

En Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, leemos: “Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce”.

Guiados por esa frase, podemos ver la ausencia de inteligencia política vernácula como el origen de tanto incomprensible sufrimiento, de tanto hambre, pobreza e indigencia argentinos.

En El hambre, el libro de Martín Caparrós, podemos leer inquietantes interrogantes, tales como: ¿se imagina no saber si va a poder comer mañana? ¿Se imagina cómo es una vida hecha de días y más días sin saber si va a poder comer mañana? ¿Se imagina una vida que consiste, sobre todo, en esa incertidumbre y el esfuerzo de pensar cómo paliarla?

Sorprende la facilidad con que los argentinos convivimos con la miseria y la vulnerabilidad ajena encarnando esa idea que más de uno enunció de más de una manera: “Es una vergüenza ser feliz con tanta miseria alrededor”, con tantas angustias y aflicciones (no sólo en villas y en asentamientos) que parecen sernos tan lejanas, casi extrañas.

Ante semejante estado de cosas, el dantesco espectáculo de la dirigencia política nacional (así lo acaba de admitir Sergio Massa) pretende sostener que en las listas y las candidaturas para las próximas elecciones habrá renovación política, como si ello fuera una cuestión cronológica derivada de la biología humana.

Renovar es quebrar la línea, inutilizar las ideas presentes que nos empacharon de postergación e indignidad. Renovar es espíritu crítico, es replantear la realidad. Renovar no es imponer a un candidato: es proponer un plan de desarrollo humano con futuro, pero no presentar una y otra vez los mismos candidatos infectados del pasado, de la pesadez y la embriaguez para conservar su statu quo.

Entre nosotros, “renovar” es arriesgarse a probar algo nunca vivido para lograr afianzar la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la amistad cívica, la paz interior y el bienestar general, porque renovar jamás será “más de lo mismo” ni, peor, ¡más de menos!

Las camarillas y las castas políticas que deciden el futuro de los argentinos son sinónimo de elitismo y de sectarismo, con la ratificada figura de la “mesa chica”, la cual describe con exactitud la manera, el mecanismo y la forma en que se resuelven las alquimias de ofertas electorales.

Esas ofertas que nos imponen y nos impondrán dichas élites cada vez que elegimos autoridades y representantes a lo largo y a lo ancho del país. Politiquerías responsables de la declinación y el derrumbe de aquellos buenos índices estadísticos (pobreza, desocupación, inflación) que exhibía el sencillo y humanista gobierno de don Arturo Illia en la década de 1960.

Con Caparrós, sostenemos que el hambre es el mal que más personas sufren. Y es, por eso, el que más mata.

Hubo tiempos en que el hambre era un grito, pero el hambre contemporánea es, sobre todo, silencioso: una condición de los que no tienen la posibilidad de hablar. Hablamos –con la boca llena– los que comemos. Los que no comen, por lo general, callan. O hablan donde nadie los escucha.

Por Roberto Bertossi
Abogado, profesor de la Universidad Nacional de Córdoba.
Miembro del Centro de Investigaciones Jurídicas.



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